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Línea 3: Género, sexualidad y poder

Portada Artículo
Homosocialidad Perjuicio Social visibilidad LGBT+

Noche y oscuridad en la caza de sexo gay*

Night and darkness in the hunt for gay sex

Resumen:

Se propone la práctica del cruising, particularmente el sexo en cuartos oscuros, como metáfora de la nocturnidad; hacer noctem, forma de asirse al plano de lo nebuloso, que pone un velo al deseo homoerótico en cuanto anónimo, impersonal y desinhibido. La metodología es cualitativa, mediante el empleo de cinco entrevistas dialógicas y la propia experiencia vivida, pues se incorpora al análisis parte de la autobiografía del autor. Los resultados muestran que la práctica del cruising correspondía a una forma de homosocialidad sexual oculta, de una población excluida y criminalizada. Se devela el papel de la cultura entre el sentido de la noche y la práctica del cruising, casi desde el inicio de la visibilidad LGBT+ en la Ciudad de México en el siglo pasado. Una conclusión es que la visibilidad LGBT+, en la época de la democracia, no va aparejada de plenos derechos ni está despojada de prejuicios sociales.

 

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Artículo:

Introducción

La subcultura gay y aquellas otras que se abrigan o interactúan con esta identidad han valorado el glamour, lo estético, la fiesta, los placeres, el cotilleo, lo subrepticio y, junto con ello, la noche y sus metáforas. Valoraciones, cargas de sentido y prácticas culturales propias de las minorías sexuales históricamente marginadas y estigmatizadas; guetos que conforman dinámicas de interacción y sociabilidades particulares, casi siempre encubiertas, proscritas y bajo el abrigo de la noche. Por lo tanto, en el secreto, en la discrecionalidad, en las sombras o en la oscuridad. Algunas de estas prácticas eran el baile, el encuentro amoroso, charlas de amigos, así como el sexo anónimo, promiscuo y fugaz. Este último da lugar al llamado ligue o cruising gay que, sin ser exclusivo de la noche, aprovecha el tiempo nocturno del ocio, la oscuridad, para el anonimato y, la opacidad, para la seducción, pero también sentidos de la noche replicados en la diurnidad, cuando se pro- cura lo subrepticio a la sombra de la luz del día. De este universo de prácticas y significaciones se aborda sobre todo lo relacionado con las prácticas sexuales homoeróticas.

El llamado cruising ha sido traducido al español como ligue. Sin embargo, podría haber tantas definiciones como practicantes hay del mismo. Para algunos, el ligue es más general, pues habla de diversas formas de acercamiento entre hombres, no necesariamente sexual, mientras que el cruising, anglicismo que llegó a México con la película del director Al Pacino a principios de los años ochenta, hacía referencia a ir de caza, salir a cazar un provisional partener sexual en el espacio público; cruce de miradas que confirman el encuentro con un igual, ejercicios de seducción, descubrimiento, placeres voyeristas y exhibicionistas, de recreación de escenarios fantasmagóricos y comunicaciones en- tabladas por universos simbólicos compartidos, sig- nos y códigos culturales conformados y recreados en los submundos de los sujetos marginados. Dice un en- trevistado, el cruising es: “Cruzarse caminando, mi- rarse a los ojos y luego darse vuelta, una sonrisa y, si funciona, que bien, si no, ni modo” (Julián, gay, 67 años, comunicación personal, noviembre de 2023).

Al parecer, en la actualidad, el uso común de cruising gay va en el sentido de sexo pronto, al margen de lugar, escenario, participantes, sea presencial o virtual, su forma y sus fines. No obstante, esta práctica responde a contextos culturales, sociales y políticos específicos. Es decir, en todos los siglos y décadas de censura y prohibición del sexo entre hombres, el cruis- ing aparece como reacción a la exclusión, marginalidad y criminalización de la homosexualidad, antes de la aceptación y visibilidad con que hoy se cuenta, an- tes de que dos hombres pretendieran vivir en pareja, casarse y tener hijos. En este sentido, se entenderá por cruising la interacción cara a cara, pero vedada, de dos o más hombres, para el encuentro sexual o erótico, en diversos escenarios no virtuales que procuran el am- biente oscurecido, nebuloso o encubierto, realizado frecuentemente en la noche, es decir, en la nocturnidad, o semejando la noche para su práctica, es decir, en la noctis, con lo cual se abren universos de posibilidades a los encuentros homoeróticos.

Si bien el cruising ocurre a cualquier hora del día o de la noche, hay preferencia en tiempos y días por quienes concurren en estas prácticas, que por lo regular son nocturnos o diurnos, pero, en el caso del día, los espacios son recreados en ambientes oscurecidos o

protegidos de la mirada extraña o curiosa. Como parte del ambiente recreado en el cruising, se recurre al sentido que se le otorga a la noche y las formas de nocturnidad. Quienes han estudiado la noche: “los lugares nocturnos forman circuitos, son históricos, albergan rituales, lenguajes y posibilitan relaciones, la sociabilidad nocturna: el ligue, el acostón, el relajo” (Licona y Figueroa, 2021: 21). Espacios que no son ajenos a la heterogeneidad sexogenérica, de clase so- cial, de edad o estética corporal, ni tampoco a la norma- tividad real o simbólica, muchos son autorregulados, están en los bordes y en la liminalidad social.

Escenarios de apropiación y resignificación de un espacio físico o simbólico, en la forma de repetir las cosas comunes de lo que se hace en la noche en el dia- rio vivir o en producir otros sentidos no habituales de la noche, como hacer fiesta o abrirse a otras experiencias emocionales, sensoriales o lúdicas de la noche. Por ende, ponerse la pijama, cepillarse los dientes, leer y dormir, reproduce el sentido de la noctis; hecho cotidiano que va del ocaso al amanecer, mientras que la noctem habla del espacio social lúdico, transgresor, en solitario o grupal, que se experimenta en el espacio se- mipúblico/semiprivado, construido bajo códigos, normas y estructuras distintas a los del espacio diurno (Becerra, 2023). En este sentido, la noche como construcción sociohistórica, cultural y espacial conlleva prácticas culturales y corporales determinadas por sus actores individuales o grupales que las ejecutan. Noche o recreación de la nocturnidad y espacios públicos o semipúblicos han sido una mancuerna re- currente en la práctica del sexo anónimo, espacios del goce; parques, estacionamientos, baños, cines, saunas, callejones, hasta en el transporte público, que, ante el apaciguamiento de la luz, la intensificación de la penumbra o el tumulto de cuerpos pegados en los vagones del metro, posibilita la transgresión sexual desinhibida. El sentido de la práctica homoerótica masculina, al igual que el modelo cis-hetero-masculino, mantiene su impronta en la genitalidad, en el coito, la eyaculación y, por supuesto, en la adrenalina generada por la transgresión, la exhibición o el riesgo. Pero esta impronta no se reduce a una demanda fisiológica, sino más bien a una demanda política. Bersani (2001) retoma las ideas de Foucault para replantear el poten- cial político del sexo promiscuo, no lo que ya había afirmado Michel Foucault de que el sexo no es en sí lo que espanta a los no gays, sino el estilo de vida gay, por lo que su propuesta es ver la promiscuidad como la evitación deliberada de relaciones, lo que podría ser crucial para iniciar o, al menos, para limpiar el terreno fértil para nuevas maneras de relacionarse. Es decir, esta entrega al sexo sin afecto puede ser la base de la conformación de otras formas de ser y estar con otros, fuera de lo prescrito socialmente. Por ello, se plantea que,

el cruising es mucho más que la simple búsqueda de sexo. Es un pensamiento sobre la ciudad, una teoría puesta en práctica sobre la otredad, una forma alternativa de en- señanza y aprendizaje, una fuente de pensamiento radi- cal a nivel político y estético, un proyecto utópico, una visión de futuro en el presente [Laboratorio de Historia y Teoría del Arte, s. f.].

La práctica del cruising a partir de las reflexiones de Foucault, más allá de la intencionalidad de quie- nes ponen cuerpo y alma en el sexo anónimo, ha per- mitido a intelectuales reivindicarla como un acto polí- tico en sí.

Si bien la socialidad gay y otras identidades y cuerpos sexuados como subculturas de las minorías sexuales han tenido como práctica liberadora, con- testataria, o simplemente gozosa, el llamado sexo anónimo, o cruising, éste no escapa de las jerarquías entre grupos e individuos, de las asimetrías de poder y correspondientes desigualdades que componen los cruces entre diversas categorías de distinción social. En el imaginario social, la llamada promiscuidad sexual, el clamor por el pansexualismo, la predisposición al gusto homoerótico universal, conlleva también miradas adultocéntricas y edadistas a la vez, prácticas clasis- tas, racistas y homofóbicas, y con ello la imposición de estereotipos, prejuicios y violencias. En consecuencia, el análisis de esta práctica pretende pensar las imbricaciones que las expresiones de género y de la sexualidad tienen hoy a la luz del día respecto a las políticas de inclusión y de los derechos humanos de las minorías sexuales.

Este trabajo tiene por propósito pensar la práctica del cruising y, en particular, el sexo en cuartos oscu- ros, como metáfora de la nocturnidad, hacer noctem, forma de asirse al plano de lo nebuloso, que pone un velo al deseo homoerótico en cuanto anónimo, impersonal y desinhibido. Recurro a mi propia experiencia de juventud, cuando no estaba en un protocolo hacer etnografía ni reportar en un diario de campo la lla- mada observación participante. Mi mirada es ajena y diferente al quehacer antropológico y etnográfico. Sin embargo, recurro a la memoria y aspiro a una incipiente reflexividad, apenas modesta, de referirme a mi propia experiencia de la manera menos confusa y con la sincera intención de dar cuenta de la intersubjetividad producida con los otros en los espacios recorridos. No pretendo dar por verdad la experiencia vivi- da ni como investigador ni como partícipe del juego

sexual, simplemente como un curioso de la sexualidad, cuyo paso por esos submundos ha despertado más interrogantes que pasajes al acto o a la enunciación de fantasías carnales. Retomo a Bourdieu sobre la objetivación participante (2003), para exponer al menos “la experiencia vivida”, no como sujeto cognoscente, sino como sujeto que recorrió, sintió y ahora habla para destacar las condiciones sociales de posibilidad de esas experiencias, que, como dice este antropólogo francés, pretende una objetivación de la relación subjetiva. En un principio pensé en la autoetnografía, pues hablo de mi ser gay y muy acotadamente de una parte de mi historia de vida, lo que sí busco es vincular lo personal con lo político, como una forma de comprender la experiencia cultural (Ellis, Adams y Bochner, 2019).

Por otra parte, se contó con la información proporcionada por cinco hombres que, desde su juventud en los años sesenta y setenta del siglo pasado, practicaron el cruising hasta la actualidad. Para este encuentro se empleó la entrevista dialógica (Arguch, 1995), que postula la conversación horizontal como forma de aproximación a las biografías del interlocutor. Estos hombres, sin tener estudios superiores, han sido exitosos en sus profesiones y se mantienen en la clase media, su estilo de vida les permitió construirse como gays que vivieron en carne propia la práctica del cruising desde su juventud temprana, ahora entre los 60 y los 85 años de edad. Los testimonios de estos hombres dan cuenta de las transformaciones en las prácticas y formas de significar el encuentro sexual clandestino, desde las épocas de su criminalización, hostigamiento policial y repudio social, hasta las actuales políticas de inclusión y el discurso políticamente correcto respecto a la diversidad sexual.

El material hemerográfico revisado y la información de las narrativas han permitido hacer un breve recorrido de la sociabilidad homoerótica en México y, con ello, pensar la reiteración de la noche y sus sentidos para la socialidad, la intimidad o el sexo anónimo, pues es la noche o lo opaco la que da el cobijo. La opacidad mirada no como algo turbio, sino como un espacio de libertad, de lo no reductible, la más vital de las garantías de participación y confluencia (Glissant, 2017). Los espacios para el sexo han constituido universos de deseos y goces, signados por anclajes identitarios, códigos de vestimenta, posturas corporales, estrategias de identificación y acercamiento para mantener encuentros sexuales incógnitos, prontos y plácidos, compartiendo cargas de sentido y de placeres con otros hombres, incluso los heterosexuales que acceden al deleite sexual. En México, quizá hasta la década de los noventa, estos espacios dejaron de ser clandestinos, soterrados, sucios o coexistiendo con otros grupos marginalizados, y pasaron a ser visibles con la bandera LGBt+ al frente de sus negocios, se abrieron lugares seguros, higienizados y visibles a plena luz del día. No obstante, en la escena sexual, disidente de la norma heterosexual, la noche sigue siendo el escenario predilecto para el divertimento de la población de la diversidad sexual.

El estilo de vida gay, divertimento y noche

LA NOCHE, el eterno dilema, yo creo que, para la mayoría de los gays de mi generación, y de generaciones anteriores, siempre ha sido importante para los encuentros entre nosotros

Julián, 67 años, gay

En la sociabilidad homoerótica se encuentran cuerpos asidos a múltiples identidades y se cortejan diversos deseos y goces, que van desde el simple entretenimiento, la necesidad de conversar o establecer vínculos amistosos o amorosos, hasta el sexo desafectivizado. Como cuerpos, identidades y prácticas disruptivas, clandestinas, anónimas, proscritas y asidas a la marginalidad y a la sanción social, las disidencias sexuales masculinas han configurado espacios alejados de la mirada pública, recreados en la privacidad, oscuridad o en la opacidad de otros mundos, como en su momento los prostíbulos fueron el refugio para el trabajo sexual masculino o los deseos homoeróticos. Estos espacios se caracterizaban por ser nocturnos, clandestinos, sucios, malolientes o, a todas luces, marginados. Así, di- versos encuentros entre hombres se han apropiado de lugares habitualmente deshabitados, en deterioro, pero también, en muchas ocasiones, inseguros y bajo el resguardo de la noche.

La subcultura gay ha dado cuenta de prácticas culturales particulares en cuanto corresponde a mino- rías sexuales. Aunque el concepto de homosexual fue empleado desde inicios del siglo pasado, éste siempre ha tenido el lastre de la patología. El mismo concepto de gay ha tenido diversas acepciones en la historia reciente, pero, quizá posterior a la década de los movimientos sociales del siglo pasado, la resignificación de la palabra por la comunidad homosexual de Norteamérica fui reivindicativa de las minorías sexuales, y años después fue adoptada por la clase media en el contexto urbano mexicano, que reemplazó otras formas de nombrar al sujeto homosexual: mujercitos, floripondios, mariposones, salta pa’tras, hasta convivir con las vigentes denominaciones de maricones o jotos. Según relata Ramiro (80 años, comunicación personal, octubre del 2023), en los años ochenta también se empleaba la frase “ser de ambiente” para referirse a quienes compartían la inclinación homosexual fuera del lenguaje injurioso, incluso su uso llegó a los noventa. Ambiente dice de lo que rodea a un en- torno, pero también de la animación u oportunidad de diversión (Real Academia de la Lengua Española). Asimismo, para estas últimas dos décadas, los hombres homosexuales comenzaron a adoptar el término gay, que en su traducción al español podría significar alegre, concepto que corresponde al sentido social de diversión. Desde la perspectiva cultural, se habla de la subcultura gay que ha erigido un estilo de vida vinculado con su capacidad de consumo, el culto al cuerpo, a la moda o al arte, pero también al sexo, al consumo de alcohol y otras drogas, que han acompañado el entretenimiento masculino. En este sentido, tal pare- ce que el sujeto gay deviene un oxímoron, una tragedia alegre que intima con los fluidos de cuerpos desconocidos al tiempo que los cosifica sin nombre y sin afecto. Ante contextos socioculturales adversos para la ex- presión abierta de las variadas sexualidades, los y las disidentes de la práctica sexual heteronormada no sólo han resistido, sino también apropiado espacios y estrategias de agrupamiento y convivencia, desde la simple conversación hasta el acercamiento para la sensualidad. Muchos lugares o espacios se han transformado con el paso del tiempo, muchos quedan ya para la historia, en sus orígenes de lujo y para la gen- te de la clase media, se metamorfosean en la perversidad. La memoria recrea cines, parques, clubs deportivos, saunas, en sus épocas de gloria plagados de amistades, relaciones de negocios, encuentros familia- res, para convertirse en espacios de pasiones dominicales u otras no reconocidas ni habladas. Lugares que en sus tiempos de decadencia han sido incautados y poco a poco habitados por los placeres lascivos de una masculinidad proclive al goce sexual. En las grandes ciudades, como la Ciudad de México (CDMX), la presencia de los primeros bares, discotecas, abiertamente de ambiente, ya existían desde los años setenta.

Si bien hay evidencia de formas particulares de socialidad de homosexuales de clases medias y altas, como puede verse en las publicaciones sobre el baile de los 41 (McKee-Irwin, McCaughan y Nasser, 2003) a principios del siglo pasado, también es cierto el prolongado ostracismo de diversas sexualidades e identidades en una sociedad tradicional, con una percepción social negativa y punitiva de los actos homosexuales, es decir, la homofobia de la sociedad hacia las personas disidentes de la norma heterosexual ha sido la constante durante varios siglos, así lo constata el castigo a la hoguera en 1657 de, entre otros, el mulato afeminado, nombrado Santa Cotita de la Encarnación, por cometer el pecado nefando (Morales, s. f.). Afortunadamente las dos recientes décadas muestran otro panorama más amigable para estas poblaciones, no por ello se quiere decir que ya no hay homofobia, al contrario, desde la discriminación imperceptible hasta el asesinato cruel, sádico y disciplinador siguen vigentes. Tan es así que ahora se agregan formas específicas de nombrarla, como lesbofobia, bifobia, transfobia, travestifobia, entre otras.

En la Ciudad de México hay espacios específicos destinados para realizar las prácticas sexuales desafectivizadas –con diversas personas sin mediar vínculo afectivo, identidad, nivel de intimidad o tiempo de haberse conocido–, denominadas de forma peyorativa como promiscuas. Por ejemplo, los saunas. Uno de los primeros identificados fueron los famosos Ecuador en el centro histórico, que al parecer ya existían des- de los años sesenta. Conocí este sitio a principios de los años ochenta, ubicado en una calle muy transitada, separado de la zona turística y asentado en un edificio deteriorado tanto por fuera como por dentro. Albergaba en su interior un espacio donde la opacidad genera- da en la sala del vapor turco o la falla de la luz eléctrica facilitaban que los cuerpos se entregaran entre sí, llegando a formar en ocasiones una larga cadena de penes y anos conectados, como trenes integrados por cuerpos masculinos, donde la entrega corporal borraba las fronteras entre el yo y los otros, las clases sociales o la condición corporal o belleza física. Este sauna fue clausurado a los pocos años de la llegada de la pandemia del VIH-SIDA. Fue un lugar donde, al igual que muchos otros, había que salir de modo precipitado a otras calles más seguras, de preferencia en grupo, para cuidarse de la extorsión o levantamiento de supuestos agentes de seguridad o policías que estaban al asecho de cazar pervertidos. Otros, en los noventa y dos mil, habían sido los California en la Merced, Baños San- ta María, en la Santa María la Rivera, los Señorial, los Mina, los Torrenueva, hasta los aún vigentes Finisterre, estos dos últimos sitios con mejores instalaciones y destinados a sectores sociales de clase media, pero donde la penumbra parece desvanecer las identidades y fundir por momentos cuerpos deseantes.

El ligue gay encontró otros campos de acción, en los años setenta los hombres homosexuales de clase media podían toparse con sus pares en los cines Ro- ble, México, Gloria, Las Américas o Diana, entre otros. Ramiro fue testigo del surgimiento de estos espacios:

Un día fui a estudiar para un examen y por pura casualidad caí en un lugar donde los gays iban a ligar. Hablando con un amigo, supe que en algunos cines como el Roble, el México, el Gloria o Las Américas, había ligue. Así que empecé a frecuentarlos. Ya más tarde por los mismos ligues supe que en el bar Belvedere del Hotel Hilton había mucho ligue. Efectivamente, pero como era un lugar caro, no todo el mundo podía ir (Ramiro, 80 años, gay, comunicación personal, octubre de 2023).

Décadas posteriores, algunos de estos cines se fueron reconfigurando en cines porno; como señala Julián (67 años, comunicación personal, septiembre de 2023), fueron el México y el Gloria, a la par del Nacional y el Teresa, donde la luz tenue o la generada por la proyección de los filmes permitía libertad para dar pauta a la seducción y entrada al sexo anónimo. Así, en los sanitarios, la sección trasera o detrás de las cortinas, reinaba la interacción y el juego sexual. Por ejemplo, el Nacional, lugar que conocí a finales de los noventa, ubicado cerca del metro Pino Suárez, intimi- daba por su nivel de marginalidad; daba la sensación de inseguridad, pero quizá su estratégica localiza- ción era justamente lo que permitía un agujero de fuga del asfixiante, para algunos, heterosexismo. En este edificio, al nivel de la entrada, la mayor cantidad de butacas quedaban frente a la gran pantalla y de es- palda a los actos sexuales que ocurrían entre varones, principalmente de edades adultas, que fluían entre olores a cuerpos sudados por el arduo trabajo que se realiza en el ramo de la construcción; cuerpos acopa- dos, rosándose, entregados al coito bucal o anal, a la masturbación o al placer de mirar. Mientras, detrás de la pantalla circulaban las mujeres trans con sugestivos vestidos y altos tacones, quienes, en su momento, cobraban una pequeña cantidad de dinero por realizar sexo oral a los hombres heterosexuales urgidos por el apremiante deseo carnal.

Córdova y Pretelín (2017), en su libro El Buñuel. Homoerotismo y cuerpos abyectos en la oscuridad de un cine porno en Veracruz, dan cuenta del ligue sexual en cines, al igual que de la fragilidad de las dicotomías y de las fronteras; hetorosexualidad/homosexuali- dad; público/privado; activo/pasivo. Las salas de cine porno son un espacio, según se cita, al que se va a exacerbar los sentidos: a tocar y ser tocado, a saborear y ser saboreado, olisqueado, penetrado. Deseos, imágenes, fantasmas, performances que hablan de cuerpos con género y sexuados; hombres recios, afeminados, hipermasculinizados, quizá también andróginos, pero fogosos, desinhibidos o atrincherados en sus fetiches y fantasías más bizarras. En la citada obra se habla de los “sexocuriosos”, para dar cuenta de la diversidad de posiciones identitarias más allá de los homosexuales, gays, bisexuales, trasvestis o transgéneros.

En razón del capitalismo rosa (D’Emilio, 1997), y con políticas sociales menos represivas, la población homosexual ostenta su capacidad de consumo y a finales de los años setenta y principios de los ochenta la Zona Rosa, de la Ciudad de México, ya se puntea como un barrio frecuentado por la comunidad LGBt+, donde abren sus puertas bares y discotecas dirigidos a la sociabilidad homosexual bajo el mismo tenor de la noche. Años antes existieron lugares encubiertos que permitían la convivencia de homosexuales y bisexuales y, aunque no enfocados al sexo, tampoco permitían expresiones afectivas evidentes. A partir de los años setenta abre sus puertas El Nueve, famoso bar para la comunidad LGBt+ y la expresión artística contracultural. Tras la consecuente avalancha de apertura de espacios similares, desde finales de los setenta y principios de los ochenta, cuando contaba con ape- nas 17 años, recorrí sitios destinados al baile, como las discotecas El Don, el Cyprus, en la Zona Rosa, o Spartacus, en Ciudad Nezahualcóyotl, que en su inicio llevaba en camiones especiales a la clientela gay que iniciaba la noche en la Zona Rosa. En el sur de la ciudad estaban el Le Barón, y la cantina El Vaquero, esta última propiedad del periodista y escritor Luis González de Alba, quien años después abriría el primer espacio de música alternativa, llamado El Taller, con un diseño industrial y códigos de vestimenta alejada de lo formal y del uso de lociones, que se añade como opción para el convivio homosocial y, al parecer, uno de los antecedentes de los futuros cuartos oscuros en México.

Estos cambios vertiginosos, del paso de la clandestinidad a la visibilidad, son producto también de avances en materia de derechos políticos, civiles y sociales demandados desde la primera marcha del movimiento LGBt en México. Esta comunidad subalterna salió del destierro, resquebrajó el clóset, tomó el escenario político y pasó a los reflectores y, por tanto, a su consecuente visibilidad; sin embargo, emerge con el rostro masculino por la mayoritaria participación de hombres cisgénero y por los visibles liderazgos masculinos que mermaban la presencia de las mujeres cis y transgénero, pero esto también sin dejar de abrazar la no- che. La noche siguió dando cobijo a la sensualidad, al placer, al deleite. Así, el divertimento gay traslada el horario nocturno al diurno recreando la atmósfera de la noche; entonces, podía seguirse la fiesta dentro del antro ya entrado el amanecer, al grado de que, al salir, se ofuscaban los ojos por el destello de la luz del sol.

Conclusiones

A manera de cierre: la vida entre tinieblas.

La pregunta es sobre los alcances de pensar la noche y la nocturnidad, que se recrean de día y de noche. Con luz del día o de noche con luz artificial reproducen la nebulosidad que da el vapor en el sauna, la penumbra del cuarto oscuro, la opacidad del cine porno o de las cabinas, recrean la nocturnidad que delimita el espacio para el encuentro sexual en plenas horas del día, oscuridad que permite el desvanecimiento de las inhibiciones del cuerpo, de la identidad y del deseo.

La práctica sexual casi siempre asumida para la privacidad o la intimidad, sea experiencia solitaria, en pareja o colectiva, ha estado marcada por el pudor, la inhibición de la mirada ajena que posibilita la expresión franca del placer sexual desinhibido, ha estado prescrita por la moral sexual como acto bochornoso que precisa ser velado, por ello el recurso de la noche, la oscuridad y lo reservado. No obstante, el sexo homoerótico además ha sido proscrito y sancionado históricamente, por lo que en los intersticios donde emanan el deseo y el placer carnal han sido aún más etéreos y encubiertos sus actos. Las reminiscencias de la censura y la reprimenda moral, simbólica y las violencias directas han quedado en la memoria corporal, personal y colectiva, de quienes se han atrevido a disentir de la heterosexualidad y no optar por la monogamia.

El sexo y sus espectros de curiosear, fisgonear, o la buscada excitación a través de la mirada que se rea -liza en espacios oscuros, nebulosos, que buscan clandestinidad o anonimato permiten, a quienes participan en ellos, más allá del desahogo al imperativo del impulso sexual, establecer encuentros que salen de las restricciones y convencionalismos sociales, proporcionan una liberación a ciertas ataduras sociales, y cuyo beneplácito radica precisamente en que no atentan ni modifican las relaciones establecidas ni la imagen dentro de los diversos círculos sociales a los que pertenece el individuo.

Las resistencias ante la sexualidad normalizada se nutren del espacio de la abyección y se resignifican culturalmente otras formas de denominación auto- y heteroasignada. Si la seducción, como señala Bataille (2014), es el manejo de las apariencias, que pone en escena al cuerpo para debatirse en el juego del sexo, juego que se sustenta por dos hombres, pone también en evidencia la artificialidad de lo masculino y la fragilidad de la identidad masculina. En el cruising gay también los hombres juegan con su propio cuerpo al juego de la ilusión, que lleva a configurar la apariencia pura y, aunque ello es significado dentro de lo femenino, delata lo dúctil de lo masculino, puesto en términos de lo auténtico y real.

Cabría preguntarse por las implicaciones y el alcance político del cruising, entenderlo más allá de la simple búsqueda de sexo, si su relevancia plantea un entramado del espacio, de la ciudad como entidad, del sentido de mismidad y alteridad, de aprender sobre el ser y el estar con otros, los gustos y los placeres en la era del encuentro virtual, de si puede pensarse como un proyecto de liberación, pero ¿cuál liberación?, ¿cuál es la utopía?, ¿qué presente vivimos pensando en el futuro? Quizá es andar a tientas, entre tinieblas, cada vez más alejados de la sensación táctil, olfativa, entre cuerpos deseantes en contacto piel con piel, y más en la mente imaginativa de otros placeres sensuales y el despertar de otras sensorialidades. La completa y tajante separación, o su constricción de la liga íntimo/público, amor/sexo, fluido-suciedad/látex-profilaxis, oscuridad-luminosidad.

Rerefencias

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Notas

* Artículo recibido el 16/01/24 y aceptado el 30/04/24.

** El Colegio de la Frontera Norte, Departamento de Estudios Culturales. Av. Insurgentes 3708, col. Los Nogales, 32350 Cd. Juárez, Chihuahua <scruz@colef.mx>. orcid: https://orcid.org/0000-0001-9339-0279.

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